Aguafuerte

PEQUEÑOS Y COMESTIBLES SUEÑOS
Por: Federico Amigo

Cada barrio tenía las suyas. Se distinguían, en primer lugar, por el fuerte, penetrante y gustoso aroma que, con sólo entrar al negocio, se impregnaba en el éter. En ese espacio, ellas, eran protagonistas. Atesoradas en unos metálicos recipientes, se peleaban por aparecer en una suerte de top ten del mundo galletitero. Sabían encontrarse de chocolate, vainilla, azucaradas, finas, saladas, sosas y rellenas, entre otras. Eso sí, a las que no conocían el éxito comercial les esperaba un inexorable camino a desaparecer de los preciados estantes de exhibición.

¿Quién no recuerda haber paseado la mirada por aquellos anaqueles donde reposaban las gigantescas latas de galletitas? ¿Quién, siendo niño, no soltó una sonrisa cuando lo convidaron para ir a comprar un cuarto de las galletas más codiciadas del momento? Ese, quizás, era uno de los mandados infantiles que mayor placer producía. Porque en un tiempo, que hoy parece remoto, existía eso que se hacía llamar galletitería, un universo de figuras, formas y gustos que hoy forma parte de una estela del pasado.

Por estos días en lugar de aquel comercio, que poco le envidiaba al dulce páramo encontrado por Hansel y Gretel en medio del bosque, se erigen unas homogéneas e inexpresivas góndolas que forman parte de una estructura aún más grande: los hipermercados. Encontrar aquel pequeño negocio, que se amparaba como una especie de nicho de las relaciones comunitarias gracias a la amable atención de sus dueños –por lo general, la siempre bien predispuesta galletitera- y la clientela fija e individualizada, parece una misión digna de Sherlock Holmes o el Agente 007.
Persistieron hasta que pudieron, hasta que las deglutió la llegada del supermercado. Y no se trata de esos comercios que tuvieron sus diez minutos de éxito –canchas de padel, videos, pollerías-, sino que supieron conseguir un lugar de preferencia entre los comercios barriales.

La galletitería, como tantos otros pequeños emprendimientos, de a poco bajó sus persianas y esa especie de usina de sabores y de anhelos gastronómicos quedó relegada del paisaje urbano.

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